Ruth Riesenberg, una mujer no convencional (1928 – 2011)
Todo fin es un nuevo comienzo.
Al que llamamos el comienzo es a menudo el fin
Y llegar a un fin es hacer un comienzo
El fin es de donde arrancamos. (T.S. Elliot: Cuatro Cuartetos)
Es difícil hablar con justicia de Ruth; ahora que se ha ido, notamos su ausencia y su presencia se hace más intensa.
Era la suya una personalidad compleja y misteriosa. Primero la vi como una mujer apasionada, combativa, rebelde. Aguda en una conversación, se podría decir que era difícil aburrirse en un encuentro con ella; sin límites eran su curiosidad e interés por el otro, así como también, por los sucesos sociales y políticos.
Pensando en ella un poco más, se llega un paso mas allá: “hacia la puerta que nunca abrimos” y que callamos; donde se encuentra la emoción, el silencio, la risa y el llanto de la niña que era Ruth. Nos encontramos con otra ella que aparecía en algunos momentos particularmente íntimos.
Escuché una vez a un músico decir que le era difícil hablar de las cosas que amaba y que le era mucho mas fácil hablar de las cosas que no amaba. Esa frase me calzó para Ruth; pienso que usaba la ironía y la broma con las cosas que realmente le importaban para que fueran soslayadas por el interlocutor y fueran miradas de reojo: se reservaba lo más verdadero de ella para algunas personas.
Creo que conocí algunas pinceladas de esa ella: la percibí amante de sus seres queridos, de una tierra, Chile, que la cobijó; pero también de su Londres querido que le permitió desarrollarse como psicoanalista y como mujer.
Cuando alguien la conocía verdaderamente, se comprometía en esa relación. Ejemplo de esto fue su amistad con Ximena Artaza (su compañera de formación en Chile) que –aunque no coincidieran en todos los puntos– se mantuvo a lo largo de toda su vida.
Fue la suya una carrera larga y trabajosa, una búsqueda incesante para entender el funcionamiento mental y encontrar la técnica para abordarlo. En una ocasión, con voz grave y al pasar, me contó lo fundamental que había sido su análisis con B. Joseph porque había podido llegar a –y analizar– una profunda depresión que habitaba en ella.
Tuvo una vida gozosa e intelectualmente estimulante con el que fue su marido, el filósofo Norman Malcolm. Con tono humorístico me confidenció una vez, que se levantaba tremendamente mal genio en las mañanas, que “peleaba hasta con los veladores” y que Norman, con su mirada calma, la observaba y lograba apaciguarla.
Para ella su trabajo era su pasión, su vida, y ahí ponía lo mejor de sí. Su carrera como psicoanalista comienza en la Asociación Psicoanalítica Chilena en Santiago y continúa en Londres, en la Asociación Psicoanalítica Británica, donde ella es acogida y apoyada; logrando formarse dentro del grupo Kleiniano. Son años de arduo quehacer, buscando maneras para ayudar a pacientes graves y de difícil acceso. Hizo los mayores esfuerzos para aprender y empaparse de los conocimientos de maestros entre los que se contaban: Mrs. Bick, Rosenfeld, Bion, Segal y Meltzer, entre otros. Poco a poco aflora en ella su propia y original forma de ser psicoanalista, siempre dentro de los marcos de Freud, Klein y Bion. Ella encarna la fuerza y la tenacidad de hacer suyas estas obras y escribe un libro original : ”On Bearing Unbereable States of Mind”.
Pienso que ella encarnaba la frase de Freud: “el trabajo psicoanalítico es delicado y penoso, imposible de realizar como si fuesen unos lentes que nos colocamos para leer y que nos sacamos para ir a pasear. En general, se pertenece del todo o no se pertenece al psicoanálisis”. Ruth era psicoanalista por vocación y pasión. Por otro lado, era una mujer que se daba licencia para decir lo que pensaba, incluso a veces con dureza; otras veces sin cuidar la forma, de manera directa, aunque esto le acarreara problemas con su interlocutor. Era de amores y odios; no era conciliadora; podía poner “los pies en el plato”, lo que le provocaba conflictos.
Trabajaba dentro del encuadre psicoanalítico de 5 veces por semana, lo que le permitía analizar e investigar finamente a personas con estados emocionales primitivos. Le comentábamos que aquí nosotros solíamos trabajar con cuatro sesiones, y ella decía bromeando : “lo que pasa es que a Uds. les gusta descansar los viernes”.
Le parecía que las idealizaciones eran peligrosas. A propósito de una paciente, Mrs. A, relata que no le fue difícil identificarse con un objeto egoísta cuando la paciente lo mencionaba; pero le costó pensar que el objeto tan dulce y almibarado que la paciente le presentaba en el análisis, también era ella. A posteriori pensó que el desagrado que sintió en relación a “algo tan almibarado”, fue lo que probablemente no le permitió comprender, en una primera instancia, que ese objeto “azucarado” era ella.
Estaba la Ruth intelectual, la que podía pasar horas discutiendo de literatura, y también la chica alegre de ciudad, a quién le gustaba ir al teatro o a conciertos, que se aburría en la playa o en el campo. No le gustaban los deportes, cuenta Ximena Artaza, quien recuerda que un verano, siendo muy jóvenes, la convida al campo y ella no salió de la casa sino hasta el último día. Ahí se subió al caballo que la esperaba, pero no pudo guiarlo; el caballo corcoveaba y se iba para atrás; se reían mucho de esta anécdota. Estaba también la mujer de izquierda; sus intereses sociales y políticos eran temas importantes que estaban influidos por sus padres polacos y también intelectuales.
Pensé en los caminos que tiene la vida: ella nacida en Polonia, vive su infancia, adolescencia y primera juventud en Santiago. Luego emigra a Londres, donde vive una larga adultez y sus últimos años. Me evocó la unidad esencial que podemos tener con las personas y los países; las interconexiones lingüísticas y culturales que le tocó vivir a Ruth.
Disfrutaba de la buena cocina y del vino, pero no le gustaba cocinar. Las veces que asistimos a las West Lodge Conferences en Londres con Wanda Pessoa, era una visita obligada y esperada. Pasar a verla a Hampstead, donde vivía y trabajaba, estar en su acogedor departamento, con sus libros, su música. Recuerdo un cuadro de Patricia Israel en el living…
Nos convidaba a almorzar a un restaurant oriental, cerca de su casa, donde era comensal acostumbrada. Allí la conocían y recibían con cariño. Me acuerdo con nostalgia de la última vez que la vimos. Estaba enferma y ya no trabajaba; le costaba caminar y había asumido su enfermedad con resignación. Hablamos sobre los vivos y sobre los muertos; nos preguntaba mucho por Chile, por personas y por el sentido de los acontecimientos ocurridos en los últimos treinta y cinco años; con la perspectiva de la distancia, hablamos y hablamos sin parar; yo veía como ya no quedaba nadie en la sala, y cómo la luz del día se iba apagando; solo quedaba un joven matrimonio argentino y ellos se fueron acercando de a poco; pidieron agregarse a la conversación, estaban becados e iniciaban su vida en Londres. Ahí Ruth recordó que siendo aún joven, había llegado a Londres con una maleta bajo el brazo, a iniciar una aventura que la asustaba pero que también anhelaba. Contaba que tenía una dirección donde se alojaría pero se perdió; la buscó y la buscó hasta encontrarla, pero ya era muy tarde. Yo pude imaginarme la soledad, las ilusiones y los miedos de Ruth, en esos primeros años en Londres.
La veía ahora, el lugar hasta dónde había llegado, reconocida internacionalmente como destacada psicoanalista, teniendo que soportar una enfermedad que la llevaba a la muerte. Y termino con la frase de J. Conrad: “merecedora para siempre de nuestro respeto…”
Con gratitud por los recuerdos de los largos períodos en que vino a supervisarnos y enseñarnos, en grupo o de manera individual, a generaciones de miembros y candidatos de la Asociación Psicoanalítica Chilena.
Marcela Fuentes
Agosto 2011